Con los dedos transformados en sombras; arañazos huecos.
La vista, fija en la arista. Al final del miedo a la
oscuridad, vacía y espesa. Ascendiente.
Con el peso del tiempo apretando cada vez más. En cada golpe
retrasado. En cada eco adelantado. Tic. Tac. Tic. Tac. ¿Quién va delante?
¿Quién va detrás?
Avanzando hacia ninguna parte.
A ciegas. El sonido de su propia locura; agrietando los
afilados cristales restantes del reflejo de su alma. Brillante; transparente.
Hueca, demasiado llena; cortante.
Sumirse en la falta de respiración. En el dolor de la
respiración. Tranquila. Agitada.
Sangrando palabras desde el dolor punzante, en el centro del
estómago. Cadáveres de mariposas que se retuercen. Se revuelven en los huesos
del huracán que un día provocaron sus alas. Siempre rotas, desde el principio;
desde que empezaron a volar.
El centro. El ojo. Ciego; de ver.
Suplicando por aire a alguien que nunca fue capaz de mantenerla
respirando. O quizá…
El absurdo de la fe. Ciega; de no ver.
El absurdo del deseo. Deseo de lo que no fue. De lo que pudo. De
doler.
La presión en las sienes. El abismo en el pecho.
Esas sombras inútiles, que agarran los vértices. Incapaces
de hacer fuerza; incapaces de crear luz.
Vértices efervescentes. Esfuerzos diluidos.
El peso del silencio, borrado por palabras huecas. Dibujos,
del peso del vacío.
Borrones. Manchas
Y en el suelo. Sin notar el golpe. Ya no hay vértigo. Sólo
una superficie firme y tambaleante. Sólo paisajes, girando; sin pararse, igual que
él. Igual que el Mundo.