lunes, 29 de octubre de 2012

De lirios y de algo diminuto. Que no sé sangrar, si no es a letras con sal.

Sirena. De sal. Rincones húmedos de la inspiración. Flotar. Acordes. Peso y levedad. Mis letras al fondo, haciendo a tus palabras resbalar. Tus ojos clavados, mi piel se hace polvo. Volar. Mira un poco más allá; de todos modos, no verás. Y alimenta con tus versos la oscuridad, que duerme en mi boca entreabierta. Agrietar. Devastar. Pero siempre perdura el hambre, en medio del caos que no sabrías deletrear. Correr. Arañar. Tu corazón, como un tobogán. Cuerdas vocales para caminar; equilibrios, sin altura suficiente para saltar. Y me paro. Y me caigo. Y el ritmo se para, y se caen mis engranajes al abismo. Maquinaria chirriante, color Marte. Pide un motivo. Ni eso. Excusa. Vértigo. Qué más da. Que nunca supe ser de, y la carne se hace viento, que todo se lo llevará.

domingo, 21 de octubre de 2012

Sé que sólo soy un gesto perdido entre un millón de palabras.
Y quizá cuando cale la lluvia, sea yo quien moje tu cuerpo, 
escondida en las caricias de las gotas, en los mordiscos del viento,
aunque sean otros los que pasean a tu lado, en esta parada sin tiempo,
pero con espacio.
Mis labios secos, sangrando impaciencia. Arañazos que no tengo. Sólo mi piel se agrieta. Escuecen las costuras, desgarran los abrazos. Miradas lejanas, que no vacías. Juego desde lo más alto, a ver si nos duele el aire entre líneas. Se corrompe el orgullo, se desnuda la inocencia. Entre sábanas ajenas escondemos pesadillas.
Incluso la piel falla, y la tinta se corre sin necesidad de lluvia. 
¿A qué recurrimos esta noche? 
Intento sumergirme, de todas las maneras posibles, pero el humo asciende, y ya no lo veo. Me quedo abajo. 
Me hago verso, y me caigo de la cama. 
Las sábanas se deshacen. La almohada se duerme, y mi voz, hecha eco, se pierde. 
Me cubro las letras; se me notan demasiado los abismos cuando tú me miras. 
Aunque quizá hable demasiado de abismos, para estar tan necesitada de vértigo. 
¿Es mi nombre eso que has dicho? No. Sólo el dibujo de un espejismo. 
Mira el reflejo. Es casi como ver mi propio grito. 
Hace cosquillas. Se vierte. 
Sangro brillo, y se me escapa el deseo de ser una estrella. Fugaz, como tus nostalgias. Sólo por morir de algo. De madrugada. De sobredosis. De alguien.

viernes, 19 de octubre de 2012

Punto; nadie sabe cómo.

Oyes el crepitar del fuego, que en realidad es agua. Agua arrastrando recuerdos y olvidos. Te hundes. Y respiras. Rozas el calor que despierta en tus ojos, empapados. Llueves. Tiemblas. El deseo se hace dientes afilados; la posibilidad se hace lengua. Y de los labios, ligeramente separados, se escapa una traición, que se deshace en eco, y se torna brillo. Aullidos; gota a gota, grieta a grieta. Al final, la sonrisa de la luna traspasa las piedras y difumina cada sombra. Ligera, aprieta.

"Está hecha de cicatrices; es el verbo en carne viva".


Allí estaba, como un poema en carne y hueso que juguetea, saltarín. El tintineo de un giro tras otro.
Los pies descalzos sobre la fina línea recta que hace que todo gire. El hambre de vértigo a una distancia prudencial del cielo.
Era pura rima, en acordes disonantes, arañando el papel.
Qué fácil es bajo la lluvia. ¿Y cuando deja de llover?

jueves, 4 de octubre de 2012

Insomnio asfixiándose en humo. Letras ahogándose en café. Me echo de menos. Otra vez.

La nada sueña música, en los vértices más vacíos. Hasta del silencio. La melodía. Aún no inventada, latía en sus ojos. Disonante. Caos organizado entre los dedos, que retorcían colores diluidos. Sombras descorazonadas de realidad y perfección. Donde me llueves a errores. Y ya no sé si el amor es por la piedra o por el intento.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Dejé atrás el viento helado de las calles de Madrid, y bajé las escaleras con desgana.
La gente chocaba con prisa, unos contra otros, en un revoltijo de colores y voces que se mezclaban con el chirrido procedente de las vías, ahogando la música de un violín prácticamente ignorado.
Mis botas pasaban desapercibidas entre el ruido de tacones, y mi lentitud permanecía invisible entre carreras contra el tiempo. Cuerpos veloces que ondulaban mi vestido al pasar, y desaparecían en cuestión de milésimas de segundo.
Entré en el vagón de metro sin esforzarme apenas por esquivar empujones, y levanté la cabeza, esperando tener suerte.
Sorprendentemente, un asiento me esperaba encajonado entre un enorme tipo con bigote, y una pared.
Me dejé caer como si en lugar de salir de clase acabase de llegar de la guerra, y miré mi reloj.
Eran las tres, y el segundero, insaciable, no se conformaba. Parecía martillearme en las sienes, así que saqué mi libro de lectura de la mochila, para intentar ahuyentarlo.
Qué mejor que evadirte entre letras tras otro agotador día de rutina (más las horas que aún quedan por delante).
Tras casi diez minutos intentando leer, finalmente desistí. El ruido de mis tripas reclamando comida me impedía concentrarme.
Levanté mis ojos, y se posaron directamente en la figura que había sentada frente a mí. Un chico posiblemente algo mayor que yo, con un abrigo largo y gris, y un sombrero negro, sujetaba unos papeles entre sus manos, tenso.
El pelo castaño le acariciaba los hombros, y de entre sus labios salía un ligero vaho, a pesar del calor dentro del vagón. Sus ojos azul hielo se alzaron para clavarse en los míos, y casi pareció que abrasaban la hierba verde de mis iris.
De repente, todo el metro pareció temblar, pero al mirar a mi alrededor nadie más daba muestras de haberlo notado.
Una especie de aliento gélido bajó por mi columna vertebral, y otra vez pareció tambalearse todo.
Esperé un rato, aferrando con fuerza el libro cerrado que descansaba en mis rodillas, fijándome en cada rostro. Por no variar, todo el mundo parecía ajeno a la realidad, cada cual sumido en su vida. Nadie demostraba haber percibido nada.
Llegué a la conclusión de que era cosa mía, y volví a mi lectura. Sin embargo, seguía sin poder prestar atención a las páginas, pues cada vez era más alta la queja de mi estómago; casi podía compararse con el ruido de un animal salvaje.
Volví a cerrar la novela, con un ligero golpe seco, y levanté la mirada. El muchacho del sombrero me observaba fijamente, y su boca se torció en una extraña mueca cuando el vagón vibró de nuevo.
Con una sacudida del aire, una sombra se deslizó por el rabillo de mi ojo.
Se desplazaba de un lugar a otro de la estancia, emitiendo un horrible y constante sonido gutural, desgarrador, que aumentaba poco a poco de volumen, y trajo a mi memoria descripciones poco tranquilizadoras de relatos de Lovecraft.
Nadie más reaccionaba... excepto él. ¿Acaso también lo veía?
Aquel ser no era más que una especie de borrón oscuro en movimiento, pero era más que suficiente para cortar el aliento.
Cada vez hacía más frío allí dentro.
El chico frente a mí se revolvía en su asiento, inquieto, pero no asustado.
La imperiosa necesidad de echar a correr me agarrotaba las piernas, dejándome inmóvil, mientras la certeza de la imposibilidad de salir del vagón en marcha, me sumergía en un mar de claustrofobia.
Una mirada de aire me arañaba las mejillas húmedas.
El rugido roto, cada vez más intenso, surgía del interior de aquel vacío, lleno de la nada más absoluta, hasta hacerme sentir que unas afiladas garras rasgaban una pizarra junto a mis tímpanos. Una enormidad azabache, donde no se oía ni mi voz, ni nada que no perteneciese a esa negrura.
Un grito murió hecho añicos en mi garganta, e hizo palpable mi pánico, mientras, bajo su abrigo color ceniza, el joven se estremecía visiblemente.
Dijo algo, pero sus palabras se ahogaron entre despreciables sonidos, tan agudos como graves, mezcla de gruñidos y rechinamientos.
Era estridente y ensordecedor. Creía que me estallaría la cabeza.
Fue entonces cuando el chico me cogió la mano. La sombra desapareció.
Sólo se oía el parloteo de la gente y el traqueteo del tren sobre las vías.
Al levantarse de golpe para venir hacia mí, los papeles se le habían desparramado por el suelo, y su sombrero se había caído, y había llegado más allá de nuestro vagón, fuera de su alcance. Tenía el pelo revuelto, y miraba hacia abajo.
Mi respiración agitada se acompasó cuando subió la cabeza y me miró a los ojos fijamente.
Un gesto de alivio iba a asomara mi cara, cuando vi algo raro.
Sus ojos eran ahora glaciales, casi blancos, y en ellos parecía balancearse una mancha negra, de un lado a otro, como bailando.
Su boca se convirtió en un torvo intento de sonrisa, que se ensanchó poco a poco hasta desdibujar por completo todos los rasgos humanos de su semblante.
Pareció proferir simultáneamente un conjunto de horribles sonidos que atravesaban sus cuerdas vocales, algunos procedentes de su estómago, otros que aparentemente partían de sus ojos. Todo a la vez, colisionaba en mis oídos como una especie de aullido deformado, que estoy segura que sería capaz de romper Sol y Luna si no estuviésemos bajo tierra.
En una curva, mi cabeza chocó contra el cristal de la ventanilla, y mis párpados se abrieron de golpe.
El señor del bigote me ofrecía, con una amable sonrisa, el libro, que debía haberse caído de mis manos mientras dormía. Lo cogí, devolviéndole la expresión.
El asiento que tenía delante estaba vacío.
Respiré hondo, tranquila. El calor comenzaba a sofocarme bajo la bufanda.
Tres paradas más tarde, llegué a mi destino, y me puse en pie, despertando mi cuerpo entumecido por el viaje.
Al bajar, me pareció ver de reojo una silueta gris, que recogía algo del suelo y se lo colocaba en la cabeza, antes de descender del vagón contiguo, y perderse entre formas difusas que danzaban por el metro, diluyéndose como sombras de un teatro en la pared.