Una canción de Tegan & Sara daba vueltas en el
tocadiscos, en mi cabeza; tú te limitabas a mis pupilas y mi nariz. Y quizá mis
manos. O mis piernas. La colcha de estrellas se había convertido en el cielo
sin tiempo ni espacio, y tu voz era el cuento más laberíntico que jamás se haya
escrito. Hablabas de sangre hirviendo y pies fríos, y fresas (o frases) con
azúcar, y viajes a la Luna. Dibujabas en tu pelo mis medias a rallas
desgastadas de baldosas moradas y calles desconocidas.
Ahora el reloj suena, y su arena araña la piel. El Sol quemó
los aviones de papel y, a traición, lame las nubes con su amanecer más cruel. A
esa hora, en ese sitio. Hacía tiempo que no nos cruzábamos. Y nos vimos (no
cabe duda alguna, electricidad disfrazada), pero sin escucharnos.
Y así, por las calles de siempre, y hablando en tercera
persona, se había convertido en una de esas cosas tan de este mundo, tan
insuficientemente real, que nunca saca el brillo infantil de los bolsillos.
Una mirada atrás, como quien no quiere la cosa, y el
cuchillo entra y sale rápidamente, limpio. En lo que tardó en extinguirse esa
milésima de segundo, un ligero apoyo insustancial en el hombro de al lado, y un
ligero paso con alma de salto. Con los tacones en su sitio y una sombra de
realidad en las mejillas, se aleja, vista al frente y paso firme.
-Desarmar o desalmar. Desterrar o enterrar-