jueves, 21 de febrero de 2013

En las paredes, teatros de sombras que saben arropar.


Está lloviendo. Es el desván del invierno. Me siento culpable, porque hace un rato que estoy suplicándole al cristal que haya alguna nube lo bastante triste como para llorar copos de nieve en lugar de gotas de agua. De agua, como mis propios ojos. Partículas heladas, como balas feroces arañando el aire en vertical. Abrasando.
Mis articulaciones crujen como madera, mis párpados como huesos chocando. Qué bonita parece la libertad en el lienzo, pero es cuestión de romper hilos con la realidad y ya estoy por el suelo; o por el cielo, depende de la perspectiva.
Me escalo en horizontal, agarrándome a las paredes de mi estómago. Un poco más yo, pero sin destruirme (raro, ¿verdad?). Una muñeca pequeña, pero vieja, con pies de bailarina descalza, de puntillas, y sombra de pájaro.
Sonrío al verla aletear con la tuya. Llevas sombrero en la pared. También sonríes.
Pero el desván está vacío de cosas tangibles.
A veces estamos más cerca, como si yo me volviese un poco más de este mundo, bajase las escaleras, y te encontrase tumbado en el sofá, viendo la televisión. Diminuta, tú me cogerías entre tus manos, entre líneas, y me harías crecer. Pero entonces tu sombra se difumina, se vuelve translúcida, hasta casi disolverse, y la mía se pone triste. Así que no llego ni al quinto escalón.
Sigue lloviendo, y las gotas se adhieren a los muros, y se deslizan por nuestras sombras, mientras bailan entrelazadas una melodía escrita en una partitura impermeable. Mis cuadernos sólo se mojan con sal y agujas de relojes estropeados (tan afiladas…)
Mis dedos recorren el mecanismo arrancado, los tachones. Engranajes de viento. Sangro las ganas de ahogar tu cuerpo en luces y suspiros agudos, mientras les doy cuerda.
¿Cómo puede ser algo roto tan perfecto? Me clavo en tus vértices de niebla. Mi pelo diatónico acaricia el vacío de tu ausencia, cayendo empapado a ambos lados de la porcelana, y tu pequeña sombra se estremece entre los brazos de una versión de mi cuerpo, más oscura, desdibujada, y sin perfilar. Negras, como dos planos agujeros de tinta.
El cataclismo se escurre entre mis venas, y me palpita en el pecho, casi en las caderas. Se ralentizan los latidos, y me reduzco a una fina línea que separa tus labios. “Qué bien me bailas la lluvia y los silencios”, me susurras al oído sin moverme.  Cómo juegan los dos pedacitos de nada electrizante.
Te viertes en mis ojos, como un haz de luz apagada, como un monstruo cruel con buenas intenciones. Gramática del amor; y me vuelvo diacrítica. Tus manos son como microrrelatos por mis pupilas, palpando el calor que nos pierde, enganchados. Parece que tenemos alas, y nuestra inercia vaya a echar a volar.
Tienes risa de relámpago, y las pestañas de tinieblas se me inundan con mi propia lluvia. Nos movemos al ritmo, como si un gigantesco gramófono nos ofreciese una tormenta cargada de plumas, cosquilleos, y calambrazos. Casi parece que adquirimos un poco de color. No podemos parar de dar vueltas, como si ya no estuviéramos en la pared, como si un gigante nos hubiese metido en un praxinoscopio, y se deleitara con nuestra coreografía.
Electricidad estática y brújulas que no marcan el rumbo, si no nuestro epicentro.
El huracán se ralentiza, y oigo el sonido de las cosas que se rompen. Puede que un grito de lo que existe, o el corazón de lo que no.
¿Me tiembla la voz, o la ausencia de palabras?
No te toco. No puedo. Y miro fijamente a mi sombra, anunciando, lamentando. Pidiendo disculpas. Casi suplicando, porque sé que soy muy vengativa. Dos regueros más oscuros que ella misma salen desde la altura de su cabeza y la desfiguran. Tu sombra, cabizbaja, palidece.
Hago crujir por completo mi cuerpo de marioneta. Curiosamente, en el plano de los colores todo parece más apagado. Me pongo en pie y camino, hasta el principio del fin, el primer escalón, y me detengo como quien, en un cuadro, observa el abismo invisible desde un acantilado que jamás termina.
Tres, dos, humo.
Y salto. Pongo fin a este circo. Mi circo.
Oigo tu voz al final de la oscuridad, como una luz, dolorosamente real y cegadora.
Me deslizo hacia ella como un preso que aguanta el peso de sus grilletes (rotos) voluntariamente.
Y me deshago escaleras abajo, hasta llegar, y tú, sin sombrero, barres con los dedos un montoncito tintineante y tembloroso de polvo de muñeca mezclado con sombras, que en su último aliento, se vuela y se desparrama por el techo de la habitación.
Bailo por última vez en la luz, como ceniza volátil que se despedaza de placer en los rayos de sol.
De nuevo, como en un bucle inevitable, dejo de existir.
Y casi lo siento.
Lo intenté. Te intenté.

Arriba, en el desván del invierno, nuestras sombras se dan uno de esos besos de película, bajo la lluvia, mojados por la música y la corriente chispeante. Bailan sin soltarse, oscuras, junto a las llamas de una hoguera medieval hecha de tinta derramada.
Giran, y giran… El frío se hace calor, y las nubes, fuera, se siente solas y lejanas. Furtivas, se cuelan en la lámina. Y nieva. Y  las sombras se abrazan más fuerte, convertidas en un garabato ardiente de noche cerrada, sobre una sábana de nieve dulce y gélida.
Como en un film antiguo, en blanco y negro y con final feliz.  

Rotos.


Vienes a ver el teatro de mis sombras y mis vicios, con ganas de desvariar y descoser. Y yo, que tenía la cama sin hacer.
Nos estallan las palabras mal calladas, los besos que gritan, los gritos que desgarran.
Me arrancas los cristales, me arañas el equilibrio y la espalda. Nos subimos a la cuerda floja, a ver si nos arrastra. Mar adentro, tempestad.
Me miras desde abajo, con restos de sol y de sal.

Y se me ha colado en la maleta un susurro de tu olor, que se ha pegado al vaho del espejo en forma de Diciembre. Botellas por el suelo y calor. El alma de una ciudad en mi habitación.
Las luces apagadas, y sigo viendo el humo escalar por las paredes.
Te dejaría volver a leerme, si supiera quién eres. 

lunes, 18 de febrero de 2013

Por saber. A mar, o a fresas con chocolate.


Te he bebido a chupitos; unos tu tinta, otros tu barra de labios. Al final borracha, envenenada, y derramada en cualquier cráter de la Luna. Qué mejor manera de nombrarte dueña de mis resacas, y coronarte reina de mis monstruos. Aunque siempre me has gustado más encima de la cama.  

Pequeño recopilatorio de los aleteos esporádicos de una libélula.

Eres algo así como la canción que salta en el reproductor aleatorio los días de depresión. La gota que rompe el lago después de perder mi equilibrio mental en la cuerda floja. Así, dilapidando el tiempo, matando ideas. Pero espera; voy a destilar primero el despecho, que sólo el odio puro emborracha. 
Y si no, emborráchame a base de historias. Aunque igual te acepto también la cerveza. 
"(...) alimentas la llama de tu luz con tu propia combustión (...) tú, enemigo de ti mismo, demasiado cruel hacia tu dulce ser (...)"

Al final va a resultar que soy la diéresis de tu clavícula.

Juntos. La cama. Quizá así despertemos. Desenfocados; o temblando, quién sabe. Milímetros, eternidades. Sal en la saliva. Quemaduras, vértices. Adicciones, despedidas. Tu boca el fénix, mi lengua las cenizas, la oración. Y creemos, con los verbos ensangrentados y las manos atadas a estrellas de plástico; brillando. Parpadeos, olor a papel viejo, (des)gastado. Húmedo. Nos bebemos. Inundamos tu cuarto como un búnker de destrucción y noche de mantas (o mantras). El pequeño ballet sin título de palabras encadenadas, pintadas. Por confundir música y letra. Y gemido, y risa. Por llover a escala. A trazos, a ratos. A mil kilómetros por hora por cada espacio en blanco y negro de la carne. Y leernos, morirnos, ahogarnos. A mordiscos.
Incluso a traición.
Toneladas de bipolaridad transformándose en tu fe, de mis venas a tus ojos. De cerca. Por la espalda. Por reflejo. Y nos diluimos sin espacio en un tiempo en pausa. Aguantando la respiración. Amputando silencios. Gritando bajito, o suspirando muy alto.

Las buenas noches nunca hechas.

Se apaga hasta que sopla el viento. Y se extiende, como carne sobre huesos cada vez más agrietados. 
Un nombre, tal vez. O sólo unos ojos. O buenas noches. El caso es que ni lo sabemos. Ni nos importa. 
Yo estaba allí para. ¿Para? O sigue. Quizá por los vasos vacíos; ahogan muy fácilmente.
Así, sin necesidad de cuerda, ni plástico, ni luz. 
Dame la llave del caos. 
¿Cómo se desarma lo que está desnudo? Envuelto en sal. Sí, engaña. Pero tinta las venas, papel las pestañas.
Buenas noches. Y abrigos que no abrigan porque queremos tener frío. Como si fuésemos algo más. Como si las sábanas. 
Ríos que no son, porque están secos sin ser oscuros. Y los puntos suspendidos en el aire que dejaste. Cuando te pedí que me hicieras Silencio. Agujeros negros llenos de vacíos. (Des)esperando mucho de la falta de respiración. 
Me he vuelto a perder. 
Sácame del Sol. Buenas noches. 
Mira. Y no hace falta que lo veas. Bailando con la destrucción, y resulta que arrugados, que agridulce. Ojeras sin nombre, y dolor de cabeza. ¿Por nublar el juicio? Por si éramos culpables. O sólo humo. O incluso polvo. 
Aprieta. El peso y la levedad, por no variar. Y casi flotamos. 
Me caigo, me despeino, me niego, la sangre, más rápido. Morado. 
Y olvidamos, del verbo lengua. Que las camas ni el presente las recuerda. 
Ya no sé si quemado o ardiendo. Si escribir palabras moribundas, o arrancar la piel directamente. Incompleto. Abierto. Sin saber doler, y las ruinas no se arañan solas. 
Y me pongo los zapatos. Me siento, pero de lejos. El barro. Tu sombra. Un beso. 
Buenas noches. Cierra el telón cuando salgas. 

lunes, 11 de febrero de 2013

Cuando no sabes si Melpómene o Talía....

"Todo lo que hace le viene de dentro, de un oscuro impulso. Quizá por eso es tan emocionante verla bailar. Tan peligrosa... Incluso perfecta, a veces. Pero también muy destructiva".

...Si cisne blanco...
O negro.