Está lloviendo. Es el desván del invierno. Me siento
culpable, porque hace un rato que estoy suplicándole al cristal que haya alguna
nube lo bastante triste como para llorar copos de nieve en lugar de gotas de
agua. De agua, como mis propios ojos. Partículas heladas, como balas feroces
arañando el aire en vertical. Abrasando.
Mis articulaciones crujen como madera, mis párpados como
huesos chocando. Qué bonita parece la libertad en el lienzo, pero es cuestión
de romper hilos con la realidad y ya estoy por el suelo; o por el cielo,
depende de la perspectiva.
Me escalo en horizontal, agarrándome a las paredes de mi
estómago. Un poco más yo, pero sin destruirme (raro, ¿verdad?). Una muñeca
pequeña, pero vieja, con pies de bailarina descalza, de puntillas, y sombra de
pájaro.
Sonrío al verla aletear con la tuya. Llevas sombrero en la
pared. También sonríes.
Pero el desván está vacío de cosas tangibles.
A veces estamos más cerca, como si yo me volviese un poco
más de este mundo, bajase las escaleras, y te encontrase tumbado en el sofá,
viendo la televisión. Diminuta, tú me cogerías entre tus manos, entre líneas, y
me harías crecer. Pero entonces tu sombra se difumina, se vuelve translúcida,
hasta casi disolverse, y la mía se pone triste. Así que no llego ni al quinto
escalón.
Sigue lloviendo, y las gotas se adhieren a los muros, y se
deslizan por nuestras sombras, mientras bailan entrelazadas una melodía escrita
en una partitura impermeable. Mis cuadernos sólo se mojan con sal y agujas de
relojes estropeados (tan afiladas…)
Mis dedos recorren el mecanismo arrancado, los tachones.
Engranajes de viento. Sangro las ganas de ahogar tu cuerpo en luces y suspiros
agudos, mientras les doy cuerda.
¿Cómo puede ser algo roto tan perfecto? Me clavo en tus
vértices de niebla. Mi pelo diatónico acaricia el vacío de tu ausencia, cayendo
empapado a ambos lados de la porcelana, y tu pequeña sombra se estremece entre
los brazos de una versión de mi cuerpo, más oscura, desdibujada, y sin
perfilar. Negras, como dos planos agujeros de tinta.
El cataclismo se escurre entre mis venas, y me palpita en el
pecho, casi en las caderas. Se ralentizan los latidos, y me reduzco a una fina
línea que separa tus labios. “Qué bien me bailas la lluvia y los silencios”, me
susurras al oído sin moverme. Cómo
juegan los dos pedacitos de nada electrizante.
Te viertes en mis ojos, como un haz de luz apagada, como un
monstruo cruel con buenas intenciones. Gramática del amor; y me vuelvo
diacrítica. Tus manos son como microrrelatos por mis pupilas, palpando el calor
que nos pierde, enganchados. Parece que tenemos alas, y nuestra inercia vaya a
echar a volar.
Tienes risa de relámpago, y las pestañas de tinieblas se
me inundan con mi propia lluvia. Nos movemos al ritmo, como si un gigantesco
gramófono nos ofreciese una tormenta cargada de plumas, cosquilleos, y
calambrazos. Casi parece que adquirimos un poco de color. No podemos parar de
dar vueltas, como si ya no estuviéramos en la pared, como si un gigante nos
hubiese metido en un praxinoscopio, y se deleitara con nuestra coreografía.
Electricidad estática y brújulas que no marcan el rumbo, si
no nuestro epicentro.
El huracán se ralentiza, y oigo el sonido de las cosas que
se rompen. Puede que un grito de lo que existe, o el corazón de lo que no.
¿Me tiembla la voz, o la ausencia de palabras?
No te toco. No puedo. Y miro fijamente a mi sombra,
anunciando, lamentando. Pidiendo disculpas. Casi suplicando, porque sé que soy
muy vengativa. Dos regueros más oscuros que ella misma salen desde la altura de
su cabeza y la desfiguran. Tu sombra, cabizbaja, palidece.
Hago crujir por completo mi cuerpo de marioneta.
Curiosamente, en el plano de los colores todo parece más apagado. Me pongo en
pie y camino, hasta el principio del fin, el primer escalón, y me detengo como
quien, en un cuadro, observa el abismo invisible desde un acantilado que jamás
termina.
Tres, dos, humo.
Y salto. Pongo fin a este circo. Mi circo.
Oigo tu voz al final de la oscuridad, como una luz,
dolorosamente real y cegadora.
Me deslizo hacia ella como un preso que aguanta el peso de
sus grilletes (rotos) voluntariamente.
Y me deshago escaleras abajo, hasta llegar, y tú, sin
sombrero, barres con los dedos un montoncito tintineante y tembloroso de polvo
de muñeca mezclado con sombras, que en su último aliento, se vuela y se
desparrama por el techo de la habitación.
Bailo por última vez en la luz, como ceniza volátil que se
despedaza de placer en los rayos de sol.
De nuevo, como en un bucle inevitable, dejo de existir.
Y casi lo siento.
Lo intenté. Te intenté.
Arriba, en el desván del invierno, nuestras sombras se dan
uno de esos besos de película, bajo la lluvia, mojados por la música y la
corriente chispeante. Bailan sin soltarse, oscuras, junto a las llamas de una hoguera
medieval hecha de tinta derramada.
Giran, y giran… El frío se hace calor, y las nubes, fuera,
se siente solas y lejanas. Furtivas, se cuelan en la lámina. Y nieva. Y las sombras se abrazan más fuerte, convertidas
en un garabato ardiente de noche cerrada, sobre una sábana de nieve dulce y
gélida.
Como en un film antiguo, en blanco y negro y con final
feliz.