sábado, 3 de septiembre de 2011

La Princesa Translúcida.

La Princesa Translúcida cantaba. Cantaba, y muchos podían oírla, pero nadie lograba escucharla.
La princesa no era una princesa; era una luz. Una luz y una sombra.

Caminaba descalza, como a ella tanto le gustaba.
Pasaba inadvertida, caminando con una gracilidad hermosa y sigilosa, pero sus pasos resonaban tras su marcha, dejando el eco de una voz muda que inunda el aire con colores invisibles.

Su voz dibujaba el sonido de la lluvia, mientras su mirada relataba un cuento al calor del fuego, que pudo o no suceder una tarde de invierno, de esas en las que duelen los pulmones al respirar, y cada aliento que se exhala es de un pálido azul.

Hubiera vendido mi vida; hubiera creado cualquier cosa a partir de una mota de polvo que centellea en un rayo de sol; hubiera matado quimeras sin tan siquiera respirar. Todo por aquella princesa. Por ver su sonrisa, en especial en aquellas ocasiones en las que me sabía culpable de su gesto. Por sentir su mirada de fuego y hielo, tranquilizadora y excitante. Por oír su voz en armonía perfecta con mi silencio. Por ver cada día cómo se deslizaba por el suelo, como quien camina por el cielo, por la inmensa superficie del mar, por su propio cuerpo, por su hogar…; como si estuviese hecha de aire, en lugar de carne.

Cuando la vi aquel día en la puerta de mi posada vacía, sin atreverse a entrar, con un vestido que algún día debió ser verde hecho jirones, el corazón me dio el mayor vuelco que me había dado nunca. La animé a pasar, insistiendo con verdadero empeño, hasta que logré que entrara.
La tapé con una manta y le indiqué una silla junto al fuego, antes de ponerle un cuenco con sopa caliente en las manos.
Entonces fue cuando la miré por primera vez a la cara, y el impacto me hizo sentir como si me hubieran golpeado y hubiera atravesado toda la sala hasta chocar contra la pared de piedra del otro extremo.
Vi en sus preciosos, curiosos, y extraños ojos, que creía en algo más allá de su mirada, más allá de lo que yo podía ver.
Miraba el mundo como si todo fuera extraño y nuevo para ella, pero a la vez parecía conocer todos sus secretos, y ver mucho más allá en cada forma, como si viese la estructura de todas las cosas, alcanzando a ver inmensamente más que las personas que miraban con la condescendencia de los que creen conocer algo a causa de la rutina, de la familiaridad, de la indiferencia.
Parecía observar el equilibrio.
Sus pupilas reflejaban un perfecto orden, una paz sobrenatural, pero también un dolor insufrible.
No sé cuánto tiempo pasó mientras nos mirábamos, pero al cabo de un rato  se levantó, y se dirigió hacia la puerta, dispuesta a marcharse.
Corrí hacia ella, y la detuve. Me habló por vez primera, en aquella estancia silenciosa y decadente, apenas iluminada, que se llenó de vida y de sonidos cuando su voz resonó entre las cuatro paredes.
No podía dejar que se marchara.
Me dijo que no tenía dinero, pero ¿qué importancia podrían tener unas monedas en aquel momento? Le aseguré que mi posada estaba absolutamente vacía, y no me suponía ninguna pérdida prestarle una habitación sin necesidad de recibir nada a cambio. Se mostró reticente, pero fuera la nieve caía copiosamente y sin piedad, y aún parecía fría, herida y asustada.
Finalmente accedió.

Le indiqué una puerta de madera vieja al final del pasillo de la segunda planta (la única además de la primera), le dejé unas toallas encima de la cama para que se lavase, y le ofrecí que bajase a cenar cuando estuviese mejor.
Entonces fue cuando vino a mi memoria el viejo baúl que descansaba acumulando polvo escondido en la alacena.
“En seguida vuelvo, voy a traerte algo…”
Cuando regresé, con algunas prendas en las manos, entre ellas un precioso vestido, que fueron de mi madre mientras ella vivía, la muchacha se mostró de nuevo evasiva.  Le dejé la ropa junto a las toallas, y salí de la habitación.

Pasadas alrededor de dos horas, me hallaba limpiando las mesas (algo en realidad innecesario, pues no habían sido utilizadas en todo el día). Me di la vuelta para dirigirme a la barra, y la vi al pie de las escaleras. Iba descalza, llevaba el vaporoso vestido negro que le había entregado, que hacía relucir su blanca y perfecta piel, y me miraba fijamente. Yo no la había oído bajar, y no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaría ahí.
Cuando salí de la cocina después de prepararnos la cena a ambos, la encontré girando sobre sí misma lentamente, al compás de una melodía que sólo sonaba en su cabeza. Al verme paró en seco, cohibida, y el rubor ascendió a sus pálidas mejillas. Con una sonrisa me acerqué a ella, y la cogí las manos. Al principio se mostró huidiza, como un cervatillo temeroso de un cazador, pero, aunque continuó mirándome con cierta desconfianza brillando en sus ojos, volvió a cogerme las manos.
Giramos durante un rato que pareció una vida entera, mientras la comida se enfriaba en la mesa. Su pelo brillaba con la luz de las velas, y en lugar de ondear al paso de la brisa que entraba por una ventana abierta, parecía guiarla.
La velada terminó, sin apenas intercambio de palabras, y mi nueva amiga sin nombre, subió a su habitación.

Debían de pasar las cuatro de la madrugada, y yo seguía sin poder pegar ojo. O bien por la certeza de que ella dormía al otro lado del pasillo, o bien por la incertidumbre de pensar que todo había sido simple producto de mi imaginación.
Me interné en las sombras del pasillo, y me deslicé por la puerta de su habitación, procurando no hacer ni un solo ruido, y que el suelo de madera no alertara de mi presencia con sus crujidos.
Una vez la miré, no pude moverme. Su cabello, que en la penumbra de la habitación sin velas encendidas parecía aún más negro que cuando llegó, se esparcía en ondas por la almohada, como si también estuviese descansando.  Me quedé ahí parado, mirándola por tiempo indefinido.
Sin querer, tiré un libro que había sobre la mesita de noche, y ella se incorporó bruscamente, sobresaltada. Me miró, y su sobrecogedora mirada transmitía dos imágenes: la de una chica asustada a punto de huir, y la de un animal salvaje dispuesto a atacar.
“No, tranquila, no quiero hacerte nada, solo estaba…”
Las palabras no acudieron a mi boca, sin embargo, un nuevo destello que no había visto hasta entonces iluminó sus iris.
Se arrinconó a un lado de la cama, encogida, y su mirada me invitó a ocupar el otro lado. Aunque sorprendido hasta un punto de no comprender ni por qué estaba allí, estaba hipnotizado con sus ojos, y me introduje entre las sábanas. Al cabo de un rato, algo me obligó a abrazarla. Aunque se estremeció, no se apartó, y supe con seguridad que era el primer abrazo que recibía en siglos.

A la mañana siguiente, me desperté escuchando las viejas teclas del piano que había abajo, junto a la chimenea. Bajé las escaleras con cuidado, como si fuese a romper algún tipo de hechizo, y la vi sentada en el taburete frente al instrumento, sus manos revoloteando sobre los sonidos, su voz suave y bajita, pero alzándose sobre las notas con poder, como quien conquista un país valiéndose sólo de dulzura. Sus pies descalzos tocaban de puntillas el suelo. Su pelo, ahora con destellos grises, se ondeaba con el aire frío de la mañana que atravesaba la ventana. El liviano camisón blanco también jugueteaba con la corriente.
Después de aquella imagen, tuve la certeza de que no podría alejarme nunca más de ella…
…Y jamás lo hubiese hecho.

Pero ella se marchó. Se marchó, llevándose la luna llena y las estrellas, dejando al firmamento sin luces que lo mordieran. Se marchó acompañada de los aullidos de los lobos, dejando atrás el sonido vibrante de la etérea tela blanca de su vestido, que se colaba por la ventana aún abierta.
Nunca pude volver a mirar el mundo que me rodeaba del mismo modo; no después de que ella me mostrase lo que realmente se podía alcanzar a ver. Pero mirarlo a través de mis ojos dolía demasiado, como si mi cuerpo no estuviese preparado para ello. Sólo mirarlo a través de los de ella me había dado paz, pero ella ya no estaba…
Las lágrimas inundaron mis ojos, en parte aliviándome, porque ya no pude ver nada.
Hubiera hecho cualquier cosa… Cualquier cosa…
Su voz me llegó desde algún punto en mi memoria, y aunque el sonido de mi recuerdo se aproximaba, no le hacía toda la justicia que merecía.
Ni el tiempo ni el olvido podrían ayudarme, jamás.
Sólo me quedaban la locura y la muerte.
Y acepté su invitación.


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