Para dormirme de pequeña, mi madre me arropaba, me recitaba
el “tragasueños”, y encendía una vela que calentaba el dulce o reducía a
cenizas el miedo. Pero antes me leía un cuento.
Quizá sobre brujas que fueron buenas hace mucho, o sobre
piratas con razones que merecía la pena conocer. Sobre niñas que rescatan el
preciado tiempo que la gente desperdicia, o sobre flores que domestican a
pequeños príncipes.
Me hablaba de viajar, por todos los rincones de este mundo y
cada sílaba de otros.
Y a veces… a veces me hablaba del circo. Inventábamos
historias juntas, de esas para no existir. Yo nunca sabía por qué personaje
decidirme. El lunes era la maga que hace escapismo. El martes volaba la
distancia exacta que separa un trapecio de otro. El miércoles serpenteaba tela
abajo, como una onda más. El jueves podía ser una funambulista, bailando el
agua de unos ojos tristes en un cable. El viernes era en blanco y negro, y mis
cuerdas vocales dormían todo el día. El fin de semana estaba reservado para ser
de viento (y quizá tinta y pluma) y deambular, antes de empezar en algún nuevo lugar.
Y seguí soñando todas esas cosas, dormida y despierta.
Años después, las
máscaras apenan, las paredes recitan “huir” por donde mires, las botas rotas
siempre están hambrientas de vértigo, y los aviones nunca ronronean lo
suficiente.
Circular, convertimos en los recuerdos lejanos de una peonza
los billetes de ida con vuelta siempre al mismo lugar.
El caleidoscopio tiembla.
Cansados, rascamos sonrisas de muros helados en medio de un
teatro en el que los telones pesan, y pocas veces se abren.
Todo un circo.
Pero no uno de esos circos bonitos, con los que mi madre me
enseñó a soñar. Uno donde las carpas son de telas de colores y nostalgias bonitas, en las
puertas de las pequeñas caravanas cuelgan atrapasueños, y duermen conejos
incluso en los sombreros de los tramoyistas.
No. Es un circo de “intentos de” y "casi". De miradas acrílicas que
rozando manchan pupilas-agujero negro, y bocas secas.
Aún así, aprendí muy bien de Peter Pan y, a veces, le canto
a las farolas sobre la efervescencia del fuego. Salto de charco en charco,
viajo al mundo de los calcetines perdidos, o maullo a mariposas descendientes
del hada azul, que concedía deseos cuando la gente aún se atrevía a desear; cuando
sabíamos del polvo.
A veces el lobo necesita correr, y abro la maleta hasta que
los aullidos rompen la luna, haciéndola sonrisa.
A veces cruzo en rojo,
saltando por las rayas blancas. Con algún latido de más. Como si siguiera viva,
o algo.
PS: Ojalá esa vela se encendiese aún por las noches. Ojalá fuese tan fugaz. Como tus nostalgias, disfrazadas de echar de menos. Como las estrellas. Por morir de algo. De madrugada. De sobredosis. De puntos (suspensivos o no). De alguien.