domingo, 9 de febrero de 2014

De cuando tocamos las heridas con palabras.


No quería moverme. Por si me rompía.
Por si se rompía.
Tampoco habría sabido dónde ir.
Estaba muy guapa, tan triste,
y no era justo, porque venía con los labios temblorosos de adiós.
Traía los ojos como ramos de flores secas
empapadas por la lluvia
y no pude evitar ver, como en un charco,
las tardes de verano corriendo bajo la tormenta,
con los vestidos pegados al cuerpo,
y los parques inundados de nosotras.
Me abrazó fuerte, como por no caerse,
o por tirarse de cabeza,
y la miré de reojo.

La vi
 como un trocito de electricidad deshecho en mi cama,
muriendo de calor y de fuego
y me sentí
sentada a su lado con cara de idiota,
como un invierno estropeado que no puede parar de nevar.
Por un segundo sentí aquella habitación lejos del mundo
donde dormíamos más desnudas que nunca,
justo después de los besos en la cima helada del mundo.


Sé que vas a leer esto
porque siempre arañamos por la espalda,
por las letras.
Como empezó todo,
porque “sólo hay dos certezas en esta vida”,
y claro, las dudas se dedican a descuartizar cuerdas flojas.
Hasta que nos caemos del escenario…
 y no queda ni telón que bajar.
Y ahora qué…
Ahora, y antes, y después.
Tés que no son tés, y otros secretos mal guardados.
Que te quiero, joder, te quiero.
Y ojalá el adiós sea un hasta luego.

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