“Para irte con tus libros, tus guitarras, tus botas rotas, y
tu brillo de estrella adhesiva.
Desde luego tienes la fugacidad de una; una de esas que no
llega a pegarse, y tarde o temprano se cae“.
Eso fue lo último que Él susurro en su oído antes de que se
durmiese. Ahora lo había recordado, como un parpadeo tardío que llega a través
de la ondulación de su vestido morado. Lo veía bailar por el rabillo del ojo,
sin la suficiente libertad para parecer un saltimbanqui, pero intercambiando
cuentos con el viento. Qué sabría ese trozo de tela de los trazos invisibles de
Invierno cuando está desnuda. Ella.
Nada.
Volviendo la vista hacia el móvil, nota las miradas de
desaprobación de un par de personas que pasan a su lado como sombras. “Esta
sociedad, absorta siempre en sus teléfonos”.
Lo que nadie sospecha es que va escribiendo una novela, no
un mensaje.
Ella sólo escribía a sus amigos y monstruos imaginarios.
Entra en el coche entre murmullos. Le mira ligeramente a la
cara, y cierra la puerta de manera apenas audible.
Él la observa fijamente, en un semáforo, preguntándose
cuándo. Preguntándose más.
Podía ir durante horas sentada en el asiento del copiloto,
con los labios estáticos, moviendo con suavidad su bola acrílica de contact
entre los dedos, por la palma de las manos, con los ojos perdidos en el
cristal. Helada, derretida, de piedra, y evanescente. Con sus brazos pálidos
bajo cuchilladas de letras. Fascinante. Pero Él le tiene miedo. “Seguro que
está amputando palabras (con ayuda de su ejército de gatos a lápiz), por salvar
el cadáver de algún silencio”.
Nitrógeno líquido.
Ardiendo, congelados.
Nitrógeno líquido.
Ardiendo, congelados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario