domingo, 6 de noviembre de 2011

Quédate...

Cena. Velas. Ropa interior negra. Una camisa desabrochada.
Incienso, olor a humo. Fuego y calor.
Decirte al oído “quédate”. Arrancarte la ropa.
Botellas por el suelo. Zapatos bajo la cama.
Asfixiar tu soledad. Ahogarme en tu mirada.
Perderme en el humo de los cigarros de después.
Cigarros que se consumen
ante dos cuerpos que se unen,
entre sudor y saliva.
Naturaleza esquiva.
Estar más tiempo, porque las horas son pocas.
Y hacerlo otra vez, mientras tus palabras me arropan.
Y otra vez, y otra vez…
Y temblaré cuando llores, mientras las flores de tu ventana inundan la habitación de discretos olores.
Que en cada movimiento susurres mi nombre.
Como una pequeña llamita encendida, temblar bajo tu aliento,
que llena mis pulmones del único aire que anhelo.
Como un resplandor. Como un deseo.
Sábanas blancas enroscadas en nuestros cuerpos.
Pura luz, que se funde con el teatro de sombras que bailan a nuestro encuentro.
Como un destello, como un suspiro.
Pasarme las horas con mis labios en tu ombligo.
Que me mires desde arriba, 
tus ojos pintando una sonrisa.
La sonrisa que proyecta en la pared
los millones de colores del atardecer;
como si fueran uno solo,
el del brillo de las velas al arder.
Y con tu voz penetrando en mi alma, volvemos a perecer.
Abrazo estático al final,
que poco dura, pues los gemidos ya se vuelven a escuchar.
Y con un suspiro al mismo tiempo, nuestras almas se vuelven a mezclar.

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