lunes, 14 de noviembre de 2011

Se inunda mi habitación.

Pero al regresar al cuarto, seguían en guardia. Permanecían las máscaras, se mantenían los disfraces.
Las mismas sábanas; distintas camas.

Hasta que un día Él llegó pronto a casa, y la vio pintando.
Movimientos sugerentes, como una sutil danza.
La pintura se esparcía por un lienzo blanco, bañándolo de color, bañándolo de vida.
Las pinceladas se habían abierto paso desde el pincel hasta el pelo de Ella, su cara, su camisa blanca, sus piernas… Su sonrisa estaba tocada en una comisura por un extraño tono añil. Su media y preciosa sonrisa, que hacía tanto que no veía…
Ella se giró, y se dio cuenta de que estaba siendo observada.  Su gesto no se borró, y Él sonrió también. Y de aquel esbozo de sonrisa salió una risa. Una risa dulce, suave y cómplice… Cadencia de ese murmullo que antaño tanto les gustaba oír…

Y Él recordó los dulces que se escondían en la ropa interior negra de su amiga. Lo que era aferrarse a su blusa las noches de después de los conciertos. Su pelo en la almohada, el estremecimiento de su respiración. Cómo se mordía los labios, para sofocar un grito ahogado, cuando todo su cuerpo se apretaba contra ella en la infinitud del colchón. Recordó cómo se perdía en su escote, y entre sus piernas parecía encontrar su hogar. Y cómo el final de su espalda le ayudaba a soñar. Sus caderas le ofrecían la consonancia perfecta, en aquellas noches de acampada bajo la luna llena.
Y se dio cuenta de que el tiempo que perdía escribiendo sus canciones, es el tiempo que le debía a Ella… Al fin y al cabo, todas llevaban su nombre.
Y se inundó la habitación.

Y Ella recordó sus caricias. El sabor en sus labios de las copas de aquella noche. El trayecto ansioso desde su ombligo hasta el destino final. Los ojos clavados en su mirada de agua; lágrimas saladas colándose por sus labios entreabiertos. Tan efímero como el sudor que parlaba su vientre. Tan volátil como las manos de Él en la parte de atrás de su rodilla, apretando su pierna sobre su cadera, a su alrededor.
Los ruidos de mil océanos distintos; las luces de mil ciudades distintas.
Nadie callaba; nadie decía nada.
Sal y limón. Azúcar y miel. El sabor de una piel que la quemaba como el sol al arder.
El tacto de Él, que parecía ser demasiado para que su propia piel lidiase con él.
Morir entre las mil sensaciones del recuerdo y el olvido.
Y se dio cuenta de que el tiempo que perdía dibujando sus paisajes, es el tiempo que le debía a Él… Al fin y al cabo, todos llevaban sus ojos.
Y se inundó la habitación.

Sus almas chocaron en un reencuentro anhelado, perseguido y buscado.
Las palabras se quedaron cortas, las llamas se quedaron pálidas.
Y todo fue un “allí” y “ahora”, sin espacio ni tiempo. Todo fue un suspiro, y un instante eterno. Todo fue silencio, todo fue ruido. Todo fue nada, y nada fue quimera.
Los cristales se rompieron, los latidos se arreglaron. Los recuerdos se olvidaron, los cuerpos se hablaron, y las palabras que se decían, con cada roce temblaron.
Se fugó la sensación de vacío, se acabó el echar de menos los besos tardíos.
Como cantar a las farolas las noches de frío. Como encontrarse al despertar con unos desgastados labios dormidos.
Y volvió Ella a anidar en su lecho; y volvió Él a dormir en su pecho.
Su boca volvía a recorrerle el cuello, el vaho volvía a ser aliento.
Y rieron y lloraron. Y se revolvió su vida entre los besos que habían guardado.
Encontraron entre las olas perdición y salvación. Desvanecieron cuanto había alrededor. Hicieron el amor; hicieron el humor; y en mitad de la madrugada, la casa entera se inundó.

2 comentarios:

  1. Sutil y delicado, mas aun así, te acelera el corazón y hace hervir la sangre.
    Cuesta contener el fuego de las mejillas mientras se lee. ^^

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