jueves, 29 de diciembre de 2011

Tu luz, mi luz... (sin corregir)

¿Por qué estoy aquí, y no en otra parte?
¿Por qué estoy sola, y no contigo?
Los colores se transforman, acariciados por la brisa que sigue corriendo aún, empañada por tu aliento, desde que cerraste la boca tras pronunciar aquella última palabra.
El café se me enfría, mientras oigo a lo lejos un susurro; aquella música que nunca oye nadie, porque no deja de sonar. Un macabro valet de melodías originadas por todos los tipos de metal y cristal al entrechocar. Y la luz oscura que sale de mis ojos intenta iluminar mis lágrimas, para que encuentren su destino, ciegas y desesperadas.
Y no salen las palabras. No porque no existan. Viven, por ahora. Pero permanecen escondidas, acurrucadas bajo mil suaves mantas de gris ceniza, de lánguido polvo; y se asfixian. Mueren en el abandonado rincón de mi consciencia, que dejaste hace lo que parece una eternidad.
Y el péndulo de mi existencia oscila sobre un lago negro, cuyas aguas reposan en fría quietud. Se balancea de un lado para otro, jugando con los segundos de mis minutos de mis horas, llevándoselos a su antojo mientras yo tiemblo en la orilla, jugando con la arena sin color que se desliza por el cristal.
Como monstruos de hermosos ojos blancos de todos los tamaños, algo similar a estrellas reluce en algo análogo a un cielo, de una tonalidad que no casa con la noche, que no cuadra con el día, que no evoca a un amanecer, que no se asemeja a un anochecer…
Su luz aséptica envuelve todo, haciéndome sentir enferma y débil, más acorde con el mundo real que mis flores de papel. Todo limpio, todo esterilizado. A simple vista.
Todo negro, pues el blanco pulcro de las luces fluorescentes no son más que una apariencia.
El ardor de tu ausencia traspasa paredes; de hormigón añil, de acolchado blanco. No acepta barreras, y las funde en una masa discorde de llamas danzantes. Me envenena. Me encarcela. Me observa desde las luminosas tinieblas.
Luz de gas, como una nebulosa flotando en el espacio, fuera de lugar, recordando la cegadora gigante roja que se acaba de desintegrar.
Tu foto en la pared, como suspendida en el aire. Como un apagón iluminando entera una ciudad. Fuego encadenado al cuerpo de cera que lo sujeta.
Y me derrito.
Como en un sueño. Y mientras caigo, en el espejo de la pared me veo gritando. Un reflejo incapaz de hacer ruido. Incapaz de explicar el por qué de ese grito.
Y aunque tuviera voz, ¿cómo explicar el dolor? ¿Cómo explicar la razón? ¿La herida abierta por la ausencia de algo que nunca le faltó? ¿Algo que nunca poseyó?
Y sigo mirando a mi alrededor. El agua no ha cambiado. La evanescente luz sigue flotando. Las bombillas de otras estancias relucen en los altos techos… me las dejé encendidas. Pero palidecen, enmudecen. La luz inconfundible de tus ojos las hace temblar. Me llama desde una puerta, rodeada por un mar de oscuridad.
Y como por una grieta abierta en la tierra tras un terremoto, te hundes en la profundidad, cada vez que mi mente empieza a desconectar, a dudar. Porque no eres más que eso.
Un reflejo.
Gotas temporales en un cristal.
Imaginación.
Polvo dorado de magia que sólo poseo yo.

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