sábado, 2 de julio de 2011

Dentro del tiempo.

Las flores grises desprendían un colorido aroma, que invitaba a caminar despacio.
Peces naranjas, cuervos malvas, criaturas multicolores… Aleteos…
Una lagartija me sonrió desde la roca más cercana, y desapareció sin despedirse al oír el ulular de un búho.
Miré mi reflejo en el agua. Se ondulaba y fluía con la corriente, aparentemente apacible, acariciando el silencio nocturno y fundiéndose con él.
Una libélula revoloteó sobre la imagen que me ofrecía el río, y deformó la media sonrisa que trataba de descifrar. Dejé por un instante que el color del cielo y del líquido se mezclaran y se hicieran uno solo, observando el reflejo de las estrellas y la pequeña luna que trataba de crecer. Exhausta, cerré los ojos y me recosté sobre la hierba húmeda que me traía olores desconocidos y familiares.
Sentí a mi corazón latir y bombear la sangre, que ardió por un instante, antes de expandirse por mi cuerpo a través de mis venas. Un pequeño instante de dolor.
Las notas lejanas de una melodía sin sonido cruzaron por mi mente como un pequeño desfile de música, que me hizo imaginar un revoltijo de diminutos fragmentos de metal y cristal entrechocando en el aire delicadamente. Una puerta abriéndose…
El viento sopló con un poco más de fuerza, jugando con mi pelo y cerrando la puerta de un portazo.
Mis ojos se abrieron de nuevo, y se perdieron en el cielo, en la oscuridad acompañada por la luz. Un pequeño pájaro atravesó inestable la cúpula de estrellas frente a mis pupilas moteadas de plata. Escuché el latido acelerado de su corazón, acompasado con los granos de arena que caían firmes e implacables, escurriéndose por la estructura cristalina a nuestro alrededor. Un ciclo incompleto. Caen, se estrellan contra el suelo, y son incapaces de incorporarse y volver a subir. Si tan solo pudiesen retroceder y trepar por la escurridiza superficie sin color… Pero no pueden. Caen y se desvanecen. Sin más.  El simple hecho que hace que el tiempo se pierda al precipitarse sin descanso por las curvas que nos guardan.
La nieve comienza a caer en silencio, sin avisar, acariciando con calidez mi cuerpo. La sensación reconfortó a algún pequeño rincón en mi interior, que agradeció los pálidos copos. Por un momento se me cerraron los ojos, y mi mente convirtió las frías motitas en numerosas estrellas, esas estrellas que observaba hace un momento, cayendo… cayendo como el tiempo… Mis párpados se separaron, y la imagen se disipó. La nieve seguía posándose a mi alrededor, y los puntitos de luz seguían en su lugar, parpadeando con naturalidad, ajenos a mis pensamientos.
Me levanté como si fuese un arlequín, una pequeña marioneta de cuyos hilos han tirado con brusquedad, y empecé a correr por la hierba. Corría desesperada, con la vista fija en los árboles lejanos en el horizonte, golpeando el suelo con mis calcetines de rayas a cada paso. Me fijé en el punto justo en el que se terminaba el campo abierto y comenzaba el bosque, y en mi cerebro se formó la imagen de una gran línea roja pintada, señalando la frontera como una de esas rectas imaginarias que nos indican lo extremo, un límite que no debemos cruzar, un lugar seguro que no debemos abandonar.  Tras estas marcas, lo más probable es que no haya un camino para volver. Por desgracia, cuanto más ancha es esa línea, más ganas tenemos de cruzarla.
Volví a alzar la vista sin parar de correr, y me concentré en el viento golpeándome, en los copos atravesándome, en las estrellas iluminando la tierra frente a mi. 
¿A dónde lleva todo esto? Pero quizá antes de exigir las respuestas, deberíamos suplicar las preguntas, porque solemos emplear las equivocadas. Tal vez ni siquiera deberíamos pedir nada, aceptarlo, y aprender a estar agradecidos por las cosas que nunca sabremos.
Mi carrera terminó de forma abrupta, y me quedé de pie plantada mirando fijamente el tronco de un árbol que se alzaba frente a mi, hasta algún punto en lo alto que no alcanzaba a distinguir. Tras unos segundos que empleé para normalizar mi respiración agitada, me giré para mirar a mi espalda. Árboles. Un mar de árboles era todo lo que se veía. Ya no quedaba nada del campo, de la hierba, del río, del límite. Dirigí la mirada hacia el cielo de nuevo. Las estrellas aun asomaban entre las altas copas de los árboles, y eso me hizo sentir mucho mejor.
Me senté con la espalda apoyada contra el árbol. Ya no se oía el rumor del río, sin embargo, se percibía mucho mejor el sonido de la arena acariciando el cristal. Me estremecí.
Como un fantasma el viento se coló por entre las hojas de los árboles, meciéndolas, jugando con ellas. Con una punzada en el pecho, añoré por un instante los pequeños copos fríos arrullándome, como una dulce canción de cuna tratando de ayudarme a dormir. Me abracé a mis rodillas y sentí la inmensidad a mi alrededor, como una ola intrusa recorriéndome por dentro hasta romper contra las rocas. La arena seguía precipitándose sin compasión, y yo continuaba sentada contra el cálido tronco.
No sé cuánto tiempo estuve dormitando, perdida en la mancha verde, consciente a medias de la pradera y el río al otro lado de los árboles, de las murallas cristalinas que rodeaban todo. Una sensación extraña que percibí a través de mi mano me sobresaltó y me despertó. Abrí los ojos y contemplé como mi mano recogía un puñado de arena, que ahora se extendía por debajo de mi cuerpo. Miré el suelo que tenía frente a mí, y que poco a poco iba siendo invadido por millones de granos de arena, que a mi espalda ya cubrían cada centímetro de terreno. Asustada eché a correr sin dirección fija. Mis pies comenzaban a hundirse en dunas de arena cada vez más profundas. Perdía velocidad. La desesperación fluía dentro de mi como un alud que llevaba siglos esperando su momento, y ahora arrasaba con todo lo que encontraba a su paso.
Y entonces lo vi. Desprendía serenidad en cada uno de sus gráciles movimientos. Me detuve al instante, como si hubiese aparecido un muro de piedra de repente. La figura continuaba deslizándose de un lado a otro, construyendo hábilmente un castillo de arena en mitad del gran desierto que era ahora una parte del campo. Me senté ensimismada sin hacer ruido. Ya no me importaba la arena bajo mi cuerpo. Al cabo de una eternidad, el precioso castillo se alzaba en mitad de la noche. Asombrada, me costó apartar la mirada de la criatura y su obra, y, cuando al fin lo logré descubrí pasmada que el suelo a su alrededor volvía a estar cubierto de hierba. Miré a mi espalda y contemplé sin comprender las dunas serpenteando entre los troncos de los árboles. Cuando me giré de nuevo, el ser se había sentado frente a mí, y me observaba, esperando. Sin saber por qué exactamente, -ni preguntármelo-, empecé a deslizar mis manos entre los granos de arena, dándoles forma. Pasado un buen rato, teníamos delante otro pequeño castillo, no tan inmenso y majestuoso, pero igual de hermoso. La luz de la luna iluminaba las briznas de hierba en torno a mí, que se mecían con el viento tranquilamente, imitando el movimiento de las olas del mar.
 Escuché atentamente. El rumor del río, aleteos, un grillo contándonos su historia, latidos y…
En un instante nuestros ojos se encontraron, se reconocieron, y antes de que la idea pudiese formarse en mi mente, dejé de escuchar los diminutos granos de arena resbalar por el cristal.

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